Cuando era niño, solía maravillarme con las cosas más simples de la vida. Todo era nuevo, excitante y lleno de posibilidades. Cada día era una aventura esperando ser explorada, sin preocupaciones ni responsabilidades más allá de disfrutar el momento presente. La inocencia de la infancia permitía que viera el mundo con ojos puros y un corazón abierto, sin prejuicios ni juicios. ¿Qué pasó con esa pureza y asombro que caracterizaban mis pensamientos de niño?
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